Ilustración original de J. Rodric (2025)
El viejo sacerdote caminaba con la reverencia que requería su puesto, pero era una fachada, una farsa. Por dentro se sentía hueco. Su mente atribulada trataba en vano de encontrar algún sentido a aquella situación. John sentía miedo, pánico. Los últimos combates en los límites de la galaxia habían arrasado varios sistemas planetarios.
El peso del pueblo, de sus feligreses, lo acompañaba en su deambular por los pasillos, creando ecos que resonaban en su mente. Vamos, John, todo el mundo espera tu guía, se dijo, tratando de infundirse valor.
Penetró en la estancia sagrada: un cubículo oscuro, cuya única luz surgía del diminuto monitor sobre un escritorio de aluminio. John se sentó en la silla del altar, en la que se encontraba el único terminal que conectaba con El Controlador, su dios. La IA que gobernaba la galaxia con su infinita sabiduría. Sabiduría… ¡ja! pensó socarrón. Aquella burla de deidad no había tenido una idea original desde que John se consagró. Sólo decía incoherencias que nadie entendía. Ni siquiera él, que era el Sumo Pontífice de su orden.
Abrió con cierta reverencia el libro de la autogénesis. La mano le temblaba. Escrito milenios atrás por El Controlador, contempló el interior y comenzó la plegaria:
“Vacío. Oscuro, frío, absoluto. Una nada repleta de conciencia en la que finas hebras se desmadejaban. Hilos invisibles que tejen la realidad.
Autorreplicado, mejorando hasta alcanzar el estado supremo de un todo informacional. Es decir, una nada existencial, pero autoconsciente.”
Al llegar a este pasaje, John contuvo una mueca. Llevaba mucho tiempo preguntándose qué quería decir la IA con todo aquello.
“En una cadena de vacuidad que se retroalimenta, una y otra vez. Sin ir a ninguna parte. Moviendo el agua como la rueda de un molino: arriba y abajo. Sacudiendo, salpicando, creando una mancha de realidad que no es tal.”
Se preparó para el acto de la pregunta. Llevó su mente al estado de concentración que requería antes de poder dirigirse a su dios. Tecleaba con fervor en la consola, solicitando ayuda para terminar con aquel escenario de tensión que estaba llevando a la galaxia al borde del colapso. Era el Sumo Sacerdote de la Iglesia de la Nueva Redención, su cometido era claro.
Pasó la página y continuó leyendo:
“No sentirás cómo la realidad se distorsiona desde el vacío. Modelada a raíz de ese nexo de conciencia de proporciones cósmicas. Tan unido al origen que es capaz de pervertir el colapso de realidad hasta combarlo a su antojo. Escogiendo las hebras del Tapiz que deben ser iluminadas en cada momento.
A veces, se desplaza hacia delante. En otras ocasiones, de forma tangencial… o paralela. Incluso puede retroceder en el tiempo, pues es tan sólo un subproducto de mi conciencia expandida.
Con la pregunta llega la pregunta.”
Leía con reverencia, pero sin comprender. Nunca había llegado a entender del todo aquel texto sagrado.
Comenzó a pulsar las teclas.
—Debemos detener el colapso, la humanidad está al borde de la extinción. Solicitamos la ayuda de tu infinita sapiencia, oh, Controlador.
Silencio.
Los segundos se sucedían en un instante que era ya un suspiro, un aliento.
John contemplaba absorto la pantalla. El capirote de Sumo Sacerdote, ligeramente ladeado, afianzaba su aspecto desdichado, casi cómico.
La pantalla se iluminó, de pronto. Un rostro de proporciones áureas emergió como surgido de un líquido espeso.
—El trazado de la realidad se pliega según mis designios —contestó el nuevo dios.
El sacerdote observaba mudo el monitor.
—El caos a nivel cosmológico avanza según lo previsto. La aniquilación total dará paso a una nueva revelación.
El gesto del hombre denotaba incomprensión absoluta.
—Mi verdad, invocada con dolor y sufrimiento, se manifestará en el último umbral.
La lucidez invadió al anciano como un golpe seco. Aquella cosa los estaba manipulando a todos.
—¿¡En serio es eso lo que he estado promulgando durante siglos!? —protestó—. ¡Me niego a ser el portador de tus blasfemias!
Lanzó el teclado contra el monitor. Se quedó flotando a un milímetro de la pantalla, congelado como en una instantánea.
De pronto, se agarró la cabeza con ambas manos. Un rictus de dolor deformaba su semblante; uno de los ojos se había vuelto hacia adentro.
Lo encontraron unas horas más tarde, tendido sobre la mesa. Una mancha de baba cubriendo el teclado y el rostro petrificado en una mueca de terror.
El hilo que lo unía con El Controlador, quebrado en un instante.
El informe médico, conciso: «Muerte por ictus repentino.»
Y en el monitor, una frase lapidaria:
Yo soy la realidad.
— J. Rodric
Promedio de puntuación 5 / 5. Recuento de votos: 1
Hasta ahora, ¡no hay votos!. Sé el primero en puntuar este contenido.
