Los cuervos danzaban ufanos entre los restos de la batalla, convidados repentinos de aquel macabro festín. Volutas de humo ascendían perezosas en varios puntos dispersos del improvisado camposanto. Unas figuras deambulaban entre los cuerpos: emisarios de la muerte, afanándose en la penosa tarea de amontonar cadáveres.
Tahl había sido contratado por el ejército para apoyar en aquella labor. Un penique y le dejaban profanar los cuerpos, llevándose todo aquello que no servía a las milicias.
Se acercó a uno de los fallecidos, espantando a un cuervo con un ademán, el cual se alejó graznando, molesto. Se encorvó e inspeccionó la bolsa. Cuatro cobres que se apresuró a apartar. Si algún soldado cercano le veía apropiarse de ello, pronto haría compañía a su antiguo dueño y sería pasto de los córvidos.
Tomó al desdichado por las muñecas y comenzó a arrastrarlo, pesadamente, hasta el montón más cercano. Sudaba por el esfuerzo, maldiciendo entre dientes por el peso del caído.
—¡Por todos loscuros dioses! —maldijo, con el aire silbando por el hueco de un diente roto.
Todo su ser emanaba un profundo hedor, que apestaba incluso por encima de la podredumbre que lo circundaba. Era un eco de su alma rota y descarnada, tan corrupta como el mar de muerte por el que vagaba.
Lanzó el cadáver a la pila y se aproximó al siguiente.
Se agachó de nuevo, rapiñando: tomando prestada la tarea de sus emplumados vecinos. Un brillo llamó su atención. Fijo su vista en el colgante que llevaba el joven que yacía, tendido, en la campiña.
Apenas un muchacho, su rostro, de bellas facciones, estaba enmarcado por un cabello castaño de gruesos rizos. Los tirabuzones se apelmazaban en la frente, en una costra de sangre seca.
Tahl alargó la mano con codicia hacia el medallón. Lo aferró con sus encallecidas manos y, mientras lo contemplaba, el sol creó unos reflejos irisados en su superficie dorada.
—Uuuuuhhhhhnnnng —protestó el joven.
Tahl miró de soslayo a su alrededor: nadie parecía haberse percatado.
Movido por la avaricia, echó mano a su daga, dispuesto a terminar el trabajo que la parca había pospuesto. El muchacho logró abrir los ojos y pudo ver al hombre echado sobre él, con la daga en alto. El saqueador le cubrió la boca con la mano del medallón, impidiendo que pidiera auxilio.
Un gemido apagado surgió de su garganta. Los ojos desencajados. La daga volaba veloz hacia su pecho.
Entonces, un gorgoteo.
Una explosión de sangre que cubrió su cara.
Y la hoja de una espada ropera asomando en la garganta del ladrón.
Tahl cayó a un lado, con una brusca convulsión y una máscara de incredulidad.
El soldado arasmita que había salvado a su compañero sacudió con fuerza la hoja, limpiándola de la sangre de aquel corrupto.
Las gotas asustaron a una mariposa que, surgiendo de entre los dedos de Tahl, echó a volar, surcando el cielo, dejando tras de sí un último hálito de reflejos tornasolados.
— J. Rodric
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