El gélido aire del norte agitaba las ropas y las barbas de Akhab. Tiró con fuerza de la capa, arrebujándose en ella, luchando contra el hielo que laceraba su piel. Avanzaba con cautela. Sus pisadas abrían surcos en la nieve, pero desaparecían pronto, borrados por la ventisca. El aullido de un lobo creó ecos que resonaron en el valle, pugnando por encima del silbido del viento.
Akhab se apoyó en la rugosa corteza de uno de los pinos cercanos, que se alzaban como un mar de mástiles en un muelle. Estaba cansado. Exhausto. Y las volutas de vaho trazaban espirales que arrancaba el viento, deslavazado.
El aullido sonó más cerca.
Se volvió un instante, oteando en la distancia. Una sombra cruzaba rauda entre los árboles, a lo lejos. Akhab se mesó la barba, valorando sus opciones: a su derecha, la pendiente descendía hasta el riachuelo cercano; a la izquierda, la pared de roca aumentaba su pendiente. Decidió acercarse a la montaña y tratar de trepar hasta algún lugar en que resguardarse.
El lobo ladró a su espalda. Fue un sonido gutural, profundo. Un aviso.
Akhab comenzó a trepar, asustado. La roca, helada, se clavaba cruel en sus manos. Apenas había ascendido un par de metros cuando escuchó un balido cercano. A unos metros, un cervatillo se arrastraba, herido, por la nieve. Se había partido una de las patas delanteras, seguramente al descender por la traicionera pendiente de roca.
Akhab se giró.
El lobo apareció entre los pinos, con la implacable mirada de cazador clavándose en la criatura herida. El cánido no lo dudó un segundo y se dirigió a por la presa más fácil.
Con un profundo grito de desesperación, Akhab se lanzó desde la pared de roca, impulsándose con todo el cuerpo. Cayó sobre el lobo, agarrándolo justo cuando la bestia cerraba sus fauces. El impulso hizo restallar sus colmillos en el aire.
El cervatillo gimió, aterrado. Tenía los ojos desorbitados.
Akhab y el lobo rodaron por la nieve en un ovillo de extremidades entrelazadas.
Con la agilidad que confiere el miedo, Akhab lo apartó y dio una voltereta para terminar erguido, con una mano apoyada en la nieve y la otra empuñando la hachuela que portaba en el cinto.
El lobo gruñía con rabia: la cabeza gacha, los belfos arrugados y las orejas estiradas hacia atrás.
Cruzaron la mirada un instante, midiéndose el uno al otro. Hombre y bestia.
Saltó el cánido hacia delante.
El brazo de Akhab describió un arco. Rápido. Letal. Implacable.
Acertó al lobo en sus cuartos delanteros, pero el peso del animal lo desequilibró.
Un grito le brotó de la garganta cuando las fauces destrozaron su antebrazo. El hacha cayó al suelo.
El cervatillo, a su lado, balaba aterrado por el olor de la sangre.
Akhab lo miró. Se revolvió, aún con el lobo aferrado a su brazo inerte. Alargó la mano sana hacia la hachuela. Luchaba contra el animal, el dolor y la sombra de la inconsciencia que amenazaba con arrastrarlo.
Un súbito ardor inflamó su pecho. Sintió la furia de sus ancestros anegándolo. El mundo se volvió rojo, tan rojo como la sangre que pintaba de carmesí la pureza de la nieve.
Con un golpe certero seccionó el cuello del animal.
Y, entonces, la oscuridad lo envolvió.
Despertó al cabo de un tiempo, postrado a la entrada de su cabaña. Vivo, aunque había perdido mucha sangre. Su brazo estaba vendado con gasas que alguien había tomado de su propio hogar.
Se preguntaba quién lo habría salvado cuando en el linde del bosque vislumbró la sombra del cervatillo cojeando, custodiada por el príncipe del bosque: un enorme ciervo de preciosa cornamenta, que lo contemplaba con un gesto que Akhab quiso tomar por agradecimiento.
Y, junto a él, la sombra de sus ancestros, observando orgullosos al fruto de su linaje.
— J. Rodric
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